El presente está solo

Lo visible no existe en ninguna parte. No sabemos de ningún reino de lo visible que mantenga por sí mismo el dominio de su soberanía. Tal vez la realidad, tantas veces confundida con lo visible, exista  de forma autónoma, aunque éste ha sido siempre un tema muy controvertido. Lo visible no es más que el conjunto de imágenes que el ojo crea al mirar. La realidad se hace visible al ser percibida. Y una vez atrapada, tal vez no pueda renunciar jamás a esa forma de existencia que adquiere en la conciencia de aquel que ha reparado en ella. Lo visible puede permanecer alternativamente iluminado u oculto, pero una vez aprehendido forma parte substancial de nuestro medio de vida. Lo visible es un invento. Sin duda, uno de los inventos más formidables de los humanos. De ahí el afán por multiplicar los instrumentos de visión, y ensanchar así sus límites.

La cámara de televisión fue un gran hito en la historia de este deseo. La televisión nos permitió ver imágenes antes nunca vistas. Y empezamos a creer que la cámara, con su zoom y su macro, con sus planos generales y sus primerísimos planos, era el instrumento que realmente nos brindaba la verdad sobre lo real. Y el enamoramiento de la humanidad por la cámara no ha dejado de crecer. Gracias a la fotografía y al cine y a la televisión y al vídeo y a las sofisticaciones de los modernos ordenadores podemos visualizar desde elementos microscópicos hasta imágenes de lo ocurrido a tantos años luz de nosotros que, de hecho, nos permiten ver parte de nuestro propio pasado.

A principios de los años 70, John Berger, en su programa de televisión Modos de ver, empezó a plantear cómo las formas de reproducción de las obras de arte, que en apariencia nos las acercan, podían también falsearlas, descarnarlas incluso. Es decir, utilizó la pantalla de televisión para mostrar cómo el poder de las cámaras - desde la fotográfica hasta la televisiva - puede desarticular la unidad de significado que cada obra representa, a menos que el espectador no sea lo suficientemente cauto para mantenerse alerta ante tanta comodidad perceptiva. Su contraejemplo venía de la mano de la pintura. La cámara puede pasear por encima de las telas, que acumulan nuestro pasado visual, rompiendo su unidad - y con ello su sentido - de todas las maneras imaginables: alterando su tamaño, modificando su color, aislando unas figuras de las escenas que las incluyen..., en definitiva, haciendo autónomas partes de un todo nacido indiviso. Hoy la naturaleza de esta apreciación no resulta sólo sorprendente por lo que anticipaba - piénsese en cómo se han sofisticado los medios de reproducción de las imágenes en las últimas tres décadas-, sino sobre todo porque rompía con el mito de la exactitud de las imágenes obtenidas mecánicamente.

En 1972, Modos de Ver se convirtió en libro. John Berger reunió un equipo  - formado por Sven Blomberg, Chris Fox, Michael Dibb y Richard Hollis - para poder satisfacer la condición del editor de tener el manuscrito listo en tres semanas. La entonces tan repetida sentencia de McLuhan, el medio es el mensaje, adquirió significación de inmediato. En la ‘Nota al Lector’ los autores advierten: nuestro principal objetivo ha sido iniciar un proceso de averiguación. Y es cierto. Modos de Ver sigue desencadenando hoy una indagación continua sobre el encuentro, casual o deseado, de alguien con una obra de arte. Sobre este momento mágico, suspendido en el tiempo, que combina instantáneamente la percepción inmediata con lo ya sabido y desemboca en el lenguaje de la sorpresa y la pregunta.

Ya en la serie televisiva, John Berger  se había atrevido a pasear la cámara por las salas de la National Gallery de Londres sin acompañarlas de ningún sonido, de ningún texto. El espectador se enfrentaba, de hecho, a su propia reacción: sorpresa, desconcierto, reconocimiento, catalogación... consciencia de una respuesta única ante un estímulo emitido para un genérico espectador medio. El silencio de esas imágenes televisadas es más potente incluso que su forma o su color. Ese silencio llena de luz el acto mismo de la contemplación. Se trata de un silencio necesario para que las pinturas hablen y el espectador pueda oírlas y, al hacerlo, se oiga a si mismo.

También en el libro, de vez en cuando las imágenes navegan solas en páginas mudas. Esta vez, sin embargo, es el lector quien maneja el tiempo, quien controla su silencio. Pasar la página es un acto voluntario para la persona que lee, en televisión el espectador es reo de las decisiones de otros. El texto que acompaña las imágenes adquiere el vigor de la letra escrita. Puede ser leído y releído mil veces, hasta que llega a configurarse como un pasamanos para andar por las páginas sin letras.

¿Cuál es el secreto de Modos de Ver ?¿ Dónde radica su renovada vigencia? Posiblemente en el tiempo presente en el que está anclada su redacción. Modos de Ver  remite a ese tiempo presente que se manifiesta cuando la mirada del espectador se detiene ante una pintura y nota su atracción. Y lo hace provocando al lector hasta hacerle percibir qué le ocurre cuando mira.

Pero la contemporaneidad de Modos de Ver se manifiesta también en otros registros del tiempo. La selección de imágenes que el libro nos brinda -presentadas siempre como sucedáneos en blanco y negro de esas obras únicas que cuelgan en las paredes de los museos -  cubren el amplio espectro de la historia de las artes. Cada una de ellas, sin embargo, se nos ofrece como una parcela de nuestra contemporaneidad. De ese presente constituido por el amasijo de lo visto y de lo vivido en el proceso de civilización que acarreamos en nuestro modo de ver,  de saber y de vivir. Del pasado que pasó sólo quedan restos y literatura. En el presente de Modos de Ver, el pasado vive tan  incorporado en Los Embajadores de Holbein como en las Marilyn Monroe de Andy Warhol. No importa tanto el número de años transcurridos desde que fueron pintadas las telas, como nuestra capacidad actual para hacer visible una vez más su presencia.

Modos de ver de hombre, modos de ver de mujer, modos de ver de las artes, modos de ver de la publicidad, modos de ver y modos de ser visto, modos todos de acotar el mundo de lo visible, modos - siempre en plural - de llegar a ser  singular.

Al sumar el tiempo presente del lector-espectador con la capacidad de la obra de hacerse presente, Modos de Ver no sólo  inaugura el presente continuo como el registro temporal propio de la contemplación artística sino que además decanta este modo verbal en favor del espectador. Las artes y su historia han sido durante tanto tiempo - y tristemente siguen siéndolo aún en tantos lugares - propiedad privada de los historiadores del arte, que los espectadores o bien se han recluido en su silencio o bien han desviado sus intereses hacia otros ámbitos.

Treinta años después de su publicación, Modos de Ver sigue manifestando una enorme valentía por desvelar  el enmascaramiento al que han ido quedando sometidas las artes. Todavía hoy resulta invisible para muchos de los responsables del patrimonio artístico, su modo de proceder:  esa complicidad del texto con el lector-televidente desconocido, al que considera el verdadero destinatario de la pintura. Este hombre de la calle que, cuando entra en un museo y se detiene frente a un cuadro, devuelve la tela al presente y posiblemente nota, como decía Borges, que el presente está solo.

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