Editorial Graó, Barcelona 2009
La selección de conferencias hecha para este libro responde a tres de los ejes que se articulan de forma recurrente en mis proyectos: en primer lugar, el interés por entender qué tipo de testigo debemos pasar a la siguiente generación y cómo se puede llegar a hacer esta transmisión; en segundo lugar, la relevancia de las artes entendidas como formas de acceso al conocimiento; y, finalmente, la certeza que, para no crecer completamente aislado, hace falta que, cuanto antes mejor, alguien nos ayude a apropiarnos de ciertos espacios y a personalizar nuestro tiempo.
Prefacio
He aquí una breve historia familiar que me viene a la memo- ria mientras me dispongo a escribir sobre la peculiaridad de transformar en textos la oralidad propia de las conferencias
¡Niños, venid! ¡Corred! ¡Es la hora del TAF! Y los cinco salíamos disparados a la calle. Era un ceremonial que papá había inventado para nosotros. Reloj en mano, esperaba, sentado en el jardín, el momento exacto. A su llamada, lo dejábamos todo y salíamos a ver la velocidad. La leíamos en las luces del tren. Siempre muy quietos, como si el más mínimo movimiento pudiera perturbar aquella escena de duración ínfima. Para nosotros, el paso del tren, cada noche después de cenar, era una especie de provocación. Creíamos que si nos lo proponíamos de verdad, seríamos capaces de ver el interior de los vagones. Ahora uno, después el otro, conseguíamos un altísimo estado momentáneo de concentración. Papá nos había dicho que, desde el interior del tren, los viajeros podían vernos a nosotros, y nosotros no entendíamos por qué ellos nos resultaban completamente invisibles. Cada noche lo intentábamos de nuevo. Lo único que conseguíamos era mover los ojos al ritmo del ruido acompasado que hacían las ruedas al rozar los raíles. Estábamos acostumbra- dos a ver pasar trenes. A menudo nos entreteníamos contando los vagones que podía arrastrar un convoy de mercancías. Para nosotros, los trenes eran una mezcla de longitud y fuerza. El TAF, en cambio, era algo muy distinto. Apareció un buen día, de hecho una noche, y nuestro padre nos lo ofreció como un misterio. ¿Pasaba para nosotros?
¿Hubiera pasado igualmente si no lo hubiéramos estado esperando? ¿Seguía pasando en invierno, cuando nuestra familia estaba en Barcelona?
El paso del TAF me volvió a la memoria de repente, muchos años después, cuando sentada en el patio de butacas de un pequeño cine de barrio vi Tren de sombras, la película de José Luis Guerín. A la salida del cine, me di cuenta de que conservaba dos imágenes superpuestas de aquel antiguo ritual a través del cual mis hermanos y yo empezamos a relacionar- nos con los trenes de alta velocidad. Por un lado, una foto fija de tonos sepia (todos nosotros inmóviles, uno al lado del otro, en medio de la calle), y, por otro, la película extraordinaria- mente fugaz de una línea de luz blanca atravesando la oscuridad de la noche.
De alguna manera, Tren de sombras era la respuesta a aquel deseo infantil tantas veces reconocido de querer ver a los pasajeros del tren. La respuesta que ofrecía, no obstante, resultaba ser un inmenso saco de preguntas que nosotros, de pequeños, no nos habíamos planteado nunca, al menos que yo recuerde: ¿quiénes eran aquellas personas que iban sentadas unas al lado de otras en los bancos del tren? ¿Qué tenían que ver entre ellas? ¿Adónde iban? ¿De dónde venían? ¿Por qué viajaban?
Tren de sombras es un ejercicio de lectura de un mundo de luces y sombras que ha quedado teñido de sepia. Es un silabario emocional que sospecha que cada gesto atrapado en una fotografía es la clave de un momento lleno de vida y de energía. Además, la película tiene la tenacidad y la paciencia de hacer accesible este pasado con la magia combinada del ensayo y el error. Nosotros, de pequeños, cuando veíamos pasar el TAF, deseábamos intensamente leer las sombras que se ocultaban tras la estela blanca que el tren describía.
Esta experiencia infantil, reencontrada después gracias al cine, se me hace presente de nuevo cuando pienso en las conferencias realizadas estos últimos años. Desde el atril, cuando se apagan las luces –el índice de mis presentaciones es casi siempre un itinerario visual–, siento una gran curiosidad por saber quiénes son las personas que ese día se sientan en el auditorio, y no puedo evitar preguntarme por qué vienen, qué esperan, qué puede haber en una conferencia que no pueda encontrarse en un libro, en una película, en la visita a una exposición…
Vuelven a mi pensamiento aquellas antiguas preguntas que nos hacíamos de niños sobre los pasajeros del tren, sólo que ahora yo, micrófono en mano, no estoy entre los pasajeros ni entre los transeúntes que se detienen para verlo pasar.
La película de Guerín, no obstante, sigue resultándome útil para pensar que si distinguimos sombras es que en algún momento ha habido luz, y que, si la luz es aún visible, las sombras tienen que estar en alguna parte. Del mismo modo, exponer las propias ideas al contraste público abre la posibilidad de seguir su rastro más allá de lo que en un primer momento pare- cía previsible. Permite descubrir aspectos que la voz baja da por demasiado evidentes o esconde por demasiado complicados.
2.
Alguien habla al otro lado del receptor. Habla de un programa, de un público, de un día. Nunca acaba de acotar un tema, describe una ocasión… Mientras la persona habla, yo escribo algunas palabras sueltas desordenadamente sobre una hoja de papel repleta de otras anotaciones. Una hoja de papel de aquellas que están cerca del teléfono y que explican mejor que cualquier otra cosa el transcurrir de un día de trabajo. Intento imaginar por qué, para quién, cuándo, dónde. Final- mente, decido.
Cuando cuelgo el teléfono, diez minutos de escritura rápida. Imágenes, recuerdos, citas… ¿Obligación u oportunidad?
Los próximos días, de forma sincopada, comienza la búsqueda de una primera frase que llega o se resiste. Después, pausa. Días, semanas o meses, la conferencia solicitada vive en estado de pausa. Forma parte de una música inaudible pero presente. Vuelve a sonar cuando llega el momento de la preparación. Nunca empieza en ese momento, sólo vuelve al primer plano.
La primera frase espontánea escrita siguiendo el hilo de la propuesta no siempre resiste cuando llega la hora. Pero es casi imposible no tener ninguna y aceptar. La primera frase es el paso de una posibilidad a un compromiso.
Así es como cada conferencia nace única. Para ser dicha un día, en un lugar, para unas determinadas personas, en el marco de un programa. Así es como queda impregnada de su propia singularidad.
Cuando empieza a sonar en voz alta, se adhiere a la expectativa de los oyentes o se escabulle entre la gente hasta perderse en la oscuridad. Si encuentra su norte, me va sugi- riendo tantas preguntas como respuestas parece aportar. Si no consigue crear el calor necesario, entonces, o la pausa no ha sido suficientemente intensa, o la primera frase contenía un camino equivocado.
Dar una conferencia no es como dar clase cada día. La posibilidad de comunicación es fugaz. Hay que arrastrar con ella el peso del lugar en el que se celebra, unas veces tan favorable y otras, en cambio, tan adverso. Hay que imaginar con detalle un destinatario entre el público. No basta con estar allí, hay que desearlo.
Las conferencias que aquí se recogen fueron pensadas una a una, en momentos diferentes y a requerimiento de personas concretas que organizaban programas específicos relacionados todos ellos con el mundo de la educación. Así pues, nacieron como propuestas para ser pronunciadas en voz alta ante una audiencia que, en un determinado momento, sería invitada a comentarlas.
Me resulta sorprendente, además, verlas traducidas todas ellas a una sola lengua e incluidas en un texto que puede parecer definitivo al lector, cuando, de hecho, yo vivo una conferencia como una actividad con un cierto carácter provisional, porque exige múltiples rectificaciones que, de costumbre, suelen prolongarse hasta un instante antes de ser presentadas –si no acaban al día siguiente en forma de notas a pie de página–.
Una conferencia no es un ensayo ni una narración. Una conferencia es, para mí, un momento concreto de reflexión que decido compartir con un grupo de personas interesadas. Por eso es siempre un relato abierto, susceptible de alargarse o acortarse y que, si hay suerte, puede llegar a suscitar en mí misma un momento de iluminación. Un deseo de tener toda- vía otra oportunidad. La próxima, pienso siempre, será buena.
3.
La selección de conferencias realizada para este libro responde a tres de los ejes que se articulan de forma recurrente en mis proyectos: en primer lugar, el interés por entender qué tipo de testigo debemos pasar a la próxima generación y cómo se puede llevar a cabo esta transmisión; en segundo lugar, la relevancia de las artes entendidas como formas de acceso al conocimiento y, finalmente, la certeza de que, para no crecer totalmente solos, es necesario que, desde lo antes posible, alguien nos ayude a apropiarnos de ciertos espacios y a personalizar nuestro tiempo.
También he tenido en consideración los diversos entornos educativos en los que me he movido hasta ahora. He vivido como oportunidades los retos que han significado para mí
invitaciones a dirigirme a públicos poco habituales o a audiencias de lugares muy alejados de mi realidad cotidiana.
Aun así, no me ha resultado fácil tomar decisiones y escoger. Mis conferencias se configuran a partir de un título que parece convocar imágenes y palabras que buscan formas específicas de componerse entre ellas. Son el resultado de un con- junto casi infinito de dudas y de detalles que se mezclan con la experiencia vital diaria y, en este sentido, pasan por muchas vicisitudes y por muchas pausas. Cada una a su manera, todas acaban siendo compañeras de viaje entrañables. Las que han salido bien, por las sombras que han disipado, y las que han fracasado, por la claridad con que dejan al descubierto argumentos poco convincentes.
También acaban teniendo un peso específico considerable la audiencia y el nivel de complicidad conseguido con los organizadores del programa en el que se enmarcan. Como el público que asiste a una representación teatral, a un concierto o a un espectáculo de danza, no sólo son parte integrante del acto, sino que acaban contagiándolo de tal manera que la conferencia misma incorpora para siempre el ambiente en el que se ha desarrollado.
Algunas de las conferencias seleccionadas son ya muy antiguas y otras han sido pronunciadas recientemente, pero, a mis ojos, todas ellas mantienen su vigencia, y las escribo, a requerimiento de buenos amigos, por si pueden servir para clarificar un poco este embrollo educativo al cual, a veces, parece que estemos condenados.
Girona, 2009